El efecto devastador del diagnóstico de Alzheimer en la familia
por Psic. Elisa Bellmann
Cuando la familia recibe el diagnóstico que indica una demencia en uno de sus miembros, en general ya hace un tiempo que viene observando las alteraciones en la conducta del enfermo, y viene “soportando” las consecuencias. Recordemos que quien padece una demencia ve afectadas fundamentalmente la memoria y las funciones superiores (procesos cognitivos, lenguaje). No obstante, recibir el diagnóstico parece poner un sello fatal a este proceso.
Muchas veces se refiere a este momento como que “cayó una bomba atómica en la familia”, para señalar el efecto devastador que produce, en primera instancia, enterarse y corroborar que se está ante una enfermedad irreversible y de evolución lenta.
Lo irreversible produce un sentimiento de impotencia que genera en la familia una serie de reacciones: muchas veces se sigue consultando a la espera de que alguien encuentre una equivocación diagnóstica o una cura milagrosa, o bien se rechaza la enfermedad con rebeldía, o bien se responde apocalípticamente destituyendo al enfermo y con él su dignidad, acelerando inútilmente el proceso. Este espectro que es amplio hay un denominador común: se rechaza la enfermedad.
En cuanto a la evolución lenta, la familia muchas veces entiende con esto que “el martirio va a ser tan largo que será eterno”. Debemos insistir sobre lo mismo: si bien los últimos períodos de la enfermedad suelen ser muy difíciles, hay un largo “mientras tanto” que si se aprende a transcurrir hace de los últimos años vividos junto al enfermo una experiencia digna también para el cuidador.
De acuerdo a una encuesta a cuidadores de enfermos realizada por el comité científico de Alma (Asociación de Ayuda a Enfermos del Mal de Alzheimer), sobre treinta encuestados, más del 60% de los cuidadores tenían más de 60 años, y siete de ese total más de 70 años. Por supuesto, en su mayoría eran cónyuges, y tenían varios hijos. Sin embargo, hemos constatado en la experiencia, que no es lo común que el enfermo de Alzheimer viva en el seno de una gran familia, donde alternativamente lo cuidan el cónyuge, los hijos o los nietos; sino que suele ser una pareja de cónyuges o de madre-hija que viven solos y a veces a “distancia” del resto, aún en la misma ciudad.
La familia del enfermo demente es por lo general muy pequeña. Se reduce a su cuidador, y en pocos casos colabora activamente algún otro miembro (hermanos, hijos, nietos).
Es muy frecuente que coincida con la enfermedad una pérdida muy significativa de algún ser querido, de algún bien muy preciado (un trabajo, la casa, o el campo), o alguna operación que haya significado algún tipo de mutilación y que se refiere como desencadenante.
Esta pérdida concierne también a la familia. Tener en cuenta este dato es útil a la hora de escuchar a los familiares, pues nos indica que la familia de un sujeto en proceso de demenciación viene “castigada” por las eventuales pérdidas que ha compartido con el enfermo.
Es una familia que está de duelo.
Para los que no conviven con el enfermo muchas veces la problemática gira en torno a la culpa, la impotencia y la ignorancia. Estos son casi siempre los hijos del enfermo, en plena actividad, que tienen su propia vida y familia, o los hermanos del cuidador, que en la mayoría de los casos es una hija soltera y de edad madura que quedó en el hogar de origen, cuando es uno de los progenitores el enfermo. Se les dificulta la presencia activa en el hogar paterno para ayudar, y se debaten sin saber quién les preocupa más, si el enfermo o el cuidador.
Pero no siempre es así, y muchas veces se genera una seguidilla de conflictos en la familia que giran en torno a la responsabilidad que le compete a cada uno, la dificultad de acercarse y compartir el cuidado efectivo, los tropiezos del cuidador para pedir ayuda, celos, reproches y recriminaciones.
Es común que los familiares que no conviven con el enfermo no logren dimensionar claramente el estado del mismo, pues éste suele comportarse durante el rato que dura la visita con tal disimulo, que parece sano. Es siempre con el cuidador, con el que han creado una relación de extrema dependencia, que se muestran irascibles, descontentos, caprichosos, angustiados y rebeldes. Entonces “la visita” no logra aprehender la verdadera necesidad de colaboración y ayuda que tiene el cuidador, cerrándose así un círculo vicioso.
Otro es el panorama para el familiar que se involucra en el cuidado efectivo del enfermo. El familiar cuidador es en el mayor de los casos un cónyuge de edad avanzada o en su defecto una hija, que ve transformada su vida a partir del rol que asume ante la enfermedad.
Paulatinamente es convocado por las circunstancias a funcionar “como una madre” de su cónyuge o de sus progenitores, subvirtiendo profundamente la relación existente, a la vez que va perdiendo su propia independencia. Cuando las inhabilitaciones y los síntomas se hacen ostensibles, en general, se manifiesta la primera gran crisis: decidir por el otro. Hay que quitarle el manejo del dinero, del automóvil, muchas veces hay que violentarlo en su intimidad. Ya no puede trabajar, ya no puede vivir solo, ni siquiera higienizarse y dormir solo.
Y se sigue rechazando la enfermedad, quizás siempre un poco, apelando a los cada vez menos frecuentes momentos de lucidez del enfermo. El cuidador se siente frustrado, engañado, estafado.
Pero alternativamente acepta la enfermedad “decretando” de golpe la incapacidad absoluta del enfermo, transformándolo en un ente y a sí mismo en todo para el enfermo. Esta alternancia aceptación-rechazo está minada de sentimientos de impotencia, culpa, vergüenza, odio, resentimiento, dolor.
En las reuniones de familiares, se puede observar sin embargo, que hay familiares que mantienen una posición distinta a la que se acaba de describir, en relación al ser querido enfermo. Han decidido no adelantarse a la enfermedad, acompañan al enfermo ayudándolo, pero no le quitan tareas, actividades ni responsabilidades precozmente.
Claro está, esto implica una constante y atenta vigilancia que es cansadora, y que tiene al cuidador en un permanente estado de angustia por los riesgos que se corren cotidianamente.
Pero es una decisión muy respetable, porque permite al enfermo mantenerse digno mientras está en condiciones de valerse solo, aunque sea parcialmente.
El enfermo demente es un sujeto que va perdiendo progresivamente las funciones cognitivas y la memoria, no está descripto en ninguna bibliografía que pierda la capacidad de entender los gestos de afecto, los diversos tonos de voz con los que se le habla.
Una regla de oro es no olvidarse jamás que la persona que padece esta enfermedad es un sujeto que requiere ser tratado siempre con respeto y no debe perder ni se le debe usurpar su dignidad.
Pero lo que sí ocurre paulatinamente es que va perdiendo la capacidad de expresarse con palabras acerca de lo que le sucede, constituyéndose el cuidador en su intérprete y el referente directo que más sabe sobre el enfermo.
Por todo lo expuesto podemos deducir que es sumamente frecuente que el cuidador soporte una sobrecarga psicofísica que muchas veces lo lleva al límite de enfermar también él.
Cuando esto ocurre, la incidencia de tal sobrecarga en la evolución de la enfermedad del paciente demente es notable. Un cuidador agobiado, intolerante, deprimido, con problemas físicos no es un buen cuidador. Muchas veces el aislamiento y la omnipotencia del cuidador lo lleva mucho antes de lo previsible a sufrir él mismo serios problemas de salud que aceleran la necesidad de institucionalización del enfermo demenciado.
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