El porvenir es largo

  • Ed. Espasa Calpe Argentina S.A./Ediciones Destino. Marzo de 1993

Un párrafo de la PRESENTACIÓN del libro escrita por Olivier Corpet y Yann Moulier Boutang

En marzo de 1985, decidido por fin a contar la “historia”, desde su punto de vista, Louis Althusser escribió a varios amigos suyos en el extranjero para pedirles que le mandaran todos los recortes de prensa que le concernían y que habían aparecido en sus países respectivos después de noviembre de 1980. Hizo lo propio con la prensa francesa y recogió o pidió a sus amigos que le procuraran documentación abundante, sobre los problemas jurídicos del no ha lugar  y sobre el artículo 64 del Código Penal de 1838, así como sobre el tema de los dictámenes psiquiátricos. Además pidió a algunos amigos íntimos que le facilitaran sus “diarios”  correspondientes a aquellos años, o le contaran los acontecimientos que, en ciertos aspectos, él no recordaba. Interrogó a su psiquiatra y a su psicoanalista sobre los tratamientos que siguió, las medicinas que tuvo que tomar, recoge en hojas sueltas o en agendas todo un conjunto de hechos, acontecimientos, comentarios, reflexiones, citas, palabras sueltas, en resumen, indicios tanto factuales y personales, como políticos o psicoanalíticos. En sus archivos quedan las huellas de todo este trabajo de elaboración que sirvió para la redacción de El porvenir es largo”.

El porvenir es largo (1985)

Introducción

Es probable que consideren sorprendente que no me resigne al silencio después de la acción que cometí y, también, del no ha lugar que la sancionó y del que, como se suele decir, me he beneficiado.

Sin embargo, de no haber tenido tal beneficio, hubiera debido comparecer; y si hubiera comparecido habría tenido que responder.

Este libro es la respuesta a la que, en otras circunstancias, habría estado obligado. Y cuanto pido, es que se me conceda; que se me conceda ahora lo que entonces habría sido una obligación.

Naturalmente, tengo consciencia de que la respuesta que intento aquí no sigue ni las reglas de una comparecencia, que no tuvo lugar, ni la forma en que se habría desarrollado. No obstante, me pregunto si la ausencia de dicha comparecencia, pasada y para siempre, de sus reglas y de su forma, no muestra en definitiva, más aún lo que yo había intentado decir para la evaluación pública y su libertad. En cualquier caso, así lo deseo. Es mi destino no pensar en calmar una inquietud más que exponiéndome indefinidamente a otras.

Parte I

Tal y como he conservado el recuerdo intacto y preciso hasta sus mínimos detalles, grabado en mí a través de todas mis pruebas y para siempre, entre dos noches, aquella de la que salía sin saber cuál era, y aquella en la que entraría, ya diré cuándo y cómo: he aquí la escena del homicidio tal y como lo viví.

De pronto me veo levantado, en bata, al pie de la cama en mi apartamento de l’École Normale. Una luz gris de noviembre —era el domingo 16 hacia las nueve de la mañana— entra por la izquierda, por una ventana alta, encuadrada desde hace años por unas cortinas muy viejas, rojo Imperio, desgarradas por el tiempo y quemadas por el sol, e ilumina los pies de mi cama.

Frente a mí: Hélène, tumbada de espaldas, también en bata.

Sus caderas reposan sobre el borde de la cama, las piernas abandonadas sobre la moqueta del suelo.

Arrodillado muy cerca de ella, inclinado sobre su cuerpo estoy dándole un masaje en el cuello. A menudo le doy masajes en silencio, en la nuca, la espalda y los riñones: aprendí la técnica de un camarada de cautiverio, el amigo Clerc, un futbolista profesional, experto en todo.

Pero en esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: es verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.

La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos miran al techo.

Y de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios.

Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡He estrangulado a Hélène!

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