Fernando del Paso y los adverbios

El justo abuso de los adverbios terminados en -mente

Desde que le otorgaron el XXX Premio Cervantes el pasado 11 de noviembre, me siento menos sola. Cuando lo citaba en rueda de amigos, no encontraba eco. No lo conocían, nadie lo había leído, les parecía haberlo oído citar por Carlos Fuentes, no sabían que aún estaba vivo… y así, variadas respuestas, pero nada para compartir.

A veces pensaba que tal vez era el efecto de una alucinación mía, que lo habría soñado, y que era producto de mi imaginación.

Supe de él en un viaje a México en el año 2004. Lo conocí porque salió a mi encuentro. En una librería del Fondo de Cultura Económico, desde una mesa me llamó un libraco: “Obras I, José Trigo y Palinuro de México”. Tan pesado y gordo me trajo problemas cargarlo en el viaje, y al llegar a casa más problemas fue ubicarlo en algún lugar fijo para poder leerlo. Y ahí lo tengo, desde hace años, sobre un atril. Lo leo, lo releo por fragmentos salteados, libro de consulta, libro de consuelo, libro de estímulo.

Son injustas mis primeras líneas: desde que conocí la obra de Fernando del Paso estoy menos sola. Como cada vez que la obra de algún escritor me choca de frente.

Transcribiré unos renglones del capítulo 10 de la Primera Parte de Palinuro de Mexico, sin comentarios. Dejo para el que las lea su propia apreciación:

“Hacíamos el amor compulsivamente. Lo hacíamos deliberadamente. Lo hacíamos espontáneamente. Pero sobre todo, hacíamos el amor diariamente. O en otras palabras, los lunes, los martes y los miércoles, hacíamos el amor invariablemente. Los jueves, los viernes y los sábados, hacíamos el amor igualmente. Por último, los domingos hacíamos el amor religiosamente.

O bien, hacíamos el amor por compatibilidad de caracteres, por favor, por supuesto, por teléfono, de primera intención y en última instancia, por no dejar y por sí acaso, como primera medida y como último recurso. Hicimos también el amor por ósmosis y por simbiosis: a eso le llamábamos hacer el amor científicamente. Pero también hicimos el amor yo a ella y ella a mí: es decir, recíprocamente. Y cuando ella se quedaba a la mitad de un orgasmo y yo, con el miembro convertido en un músculo fláccido no podía llenarla, entonces hacíamos el amor lastimosamente.

Lo cual no tiene nada que ver con las veces que yo me imaginaba que no iba a poder, y no podía, y ella pensaba que no iba a sentir, y no sentía, o bien estábamos tan cansados y tan preocupados que ninguno de los dos alcanzaba el orgasmo. Decíamos, entonces, que habíamos hecho el amor aproximadamente.

O bien, a Estefanía le daba por recordar las ardillas que el tío Esteban le trajo de Wisconsin y que daban vueltas como locas en sus jaulas olorosas a creolina, y yo por mi parte recordaba la sala de la casa de los abuelos, con sus sillas vienesas y sus macetas de rosasté esperando la eclosión de las cuatro de la tarde, y así era como hacíamos el amor nostálgicamente, viniéndonos mientras nos íbamos tras viejos recuerdos.

Muchas veces hicimos el amor contra natura, a favor de natura, ignorando a natura. O de noche con la luz encendida, mientras los zancudos ejecutaban una danza cenital alrededor del foco. O de día con los ojos cerrados. O con el cuerpo limpio y la conciencia sucia. O viceversa. Contentos, felices, dolientes, amargados. Con remordimientos y sin sentido. Con sueño y con frío. Y cuando estábamos conscientes de lo absurdo de la vida, y de que un día nos olvidaríamos el uno del otro, entonces hacíamos el amor inútilmente.

Por envidia de nuestros amigos y enemigos, hacíamos el amor ilimitadamente, magistralmente, legendariamente. Para honra de nuestros padres, hacíamos el amor moralmente. Para escándalo de la sociedad, hacíamos el amor ilegalmente. Para alegría de los psiquiatras, hacíamos el amor sintomáticamente. Y, sobre todo, hacíamos el amor físicamente. También lo hicimos de pie y cantando, de rodillas y rezando, acostados y soñando. Y, sobre todo, y por la simple razón de que yo la quería así y ella también, hacíamos el amor voluntariamente.”

 

 

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