(Conferencia del 18/9/98 en el Instituto de la Familia de Rosario en el marco de la Jornada sobre “Tensar la Ética para pensar la Clínica”)
Tal como lo dice el título de mi exposición de hoy, estas son reflexiones tardías. Tardías, simplemente porque han transcurrido 18 años de la experiencia que quiero transmitirles, 18 años que desde cierta perspectiva parecen tantos… Pero, seguramente son oportunas, porque esta experiencia debió esperar estos 18 años, y esta invitación del Instituto de la Familia para encontrar el lugar y el momento preciso para hacerse públicas.
Bastó la invitación para participar en las Jornadas de este año, y que me dijeran la temática en la que se basaban, para decir un rotundo e inmediato: sí. Tengo algo que decir, justamente en el Instituto, algo que nunca hablé públicamente, que atañe a la práctica del psicoanálisis y a la ética que comporta, y a mi paso por el Instituto.
Me recibí a fines del ’78, y solicité mi ingreso al Instituto en el ’79, comenzando a trabajar, si la memoria no me falla a fines del ’79. Con esto digo, que entre los primeros pacientes que atendí, están los que recibí aquí, en este lugar.
Entre ellos, Juan, un joven de unos 20 años aproximadamente con quien realizo varias entrevistas. Cuando llego al Instituto, para la undécima entrevista, Juan falta a la cita y en su lugar me esperaba una cédula de la Policía y una citación para presentarme en un Juzgado Provincial.
A Juan no volví a verlo nunca. Pero la citación del Juez promovió un intenso trabajo en torno al caso. Y es de lo que quiero hablarles hoy.
Antes de proseguir, quiero dar un par de referencias: año ’80, dictadura militar, persecución, Ministro de Educación Llerena Amadeo, proscripción del ejercicio de la psicoterapia a los Psicólogos.
En ese marco, la citación del Juez. Debo concurrir. Acudo inmediatamente al supervisor, con quien veníamos trabajando el caso, nos comunicamos con el abogado del Instituto.
El abogado se informa sobre el motivo de la citación. Juan había cometido un crimen. Confiesa haber asesinado a la muchacha con quien mantenía una relación afectiva.
Trabajamos en equipo, mantuvimos muchas reuniones. Yo estaba absolutamente conmovida. Estaba sorprendida, aturdida, y tenía miedo. Buscaba afanosamente en supervisión algún dato que se me hubiera escapado y que anticipara el acto que el joven había realizado. Nada. La culpa cedió su lugar a la responsabilidad.
Asisto a la cita con el Juez. Y me encuentro con la persona, que en el ejercicio de su función, tenía a su cargo la instrucción del caso. Estaba desorientado. No podía creer que ese muchacho al que venía interrogando durante varios días, hubiera cometido un crimen.
El joven dice en el interrogatorio que había iniciado un tratamiento en el Instituto de la Familia, y que la Dra. Bellmann era quien lo atendía. El Juez, entonces, me cita en búsqueda de elementos que le aclaren su confusión.
“¿Podría Ud. elaborar un informe sobre este muchacho, en el que conste su opinión profesional acerca de si es posible que él haya cometido este asesinato? No es necesario que Ud. revele aspectos de la vida personal.”
El abogado propone, lo que es de rigor. El imputado debe “relevar del secreto profesional”. Si esta condición no se cumple, no se presenta ningún informe. Eso no sucede, Juan me releva del secreto profesional. Entendí esta decisión como un pedido: hable por mí, explique lo que yo no puedo explicar.
No podía eludir la responsabilidad. Debía realizar el informe, pero no tenía que hablar por él. Después de todos estos años, ahora sé que ese informe tenía el valor de una interpretación. No se dirigía al Juez, sino a Juan, y aspiraba a producir un efecto: un sujeto ético y de derecho, capaz de responder por lo hecho y lo dicho.
No fue fácil, nunca lo es. El informe que elaboré fue el producto del trabajo con el supervisor y el abogado. En síntesis, porque no lo voy a hacer público hoy, el objetivo final del mismo era responsabilizar al sujeto, sin culparlo. Y colaborar, en lo posible, para que no lo declararan inimputable. Si este informe iba a tener algún peso, de ninguna manera debía evitarle al sujeto eludir su responsabilidad y privarlo de un proceso judicial público.
Hallarlo culpable o absolverlo, era tarea de la Justicia, no mía. Y si se lo encontraba culpable, cualquier prisión, cualquier pena, cualquier castigo era preferible a una internación indefinida en la Colonia Psiquiátrica de Oliveros.
No supe, por Juan, de su propia boca, nunca nada. Tampoco fue mi intención seguir el caso. Siempre me resultó llamativo, no haber tenido curiosidad por saber qué había pasado.
Hoy, que puedo homologar el informe que entregué a la Justicia con una interpretación, lo entiendo mejor. Cuando el analista formula una interpretación, que como tal es un acto, produce un efecto que puede volverle o no. En todo caso, puede quedar a la espera… de un efecto por venir. O caer en su función de analista, poniéndose fin a la transferencia.
Pero el azar trajo noticias.
Hace un par de años, un paciente en tratamiento habló en sesión de un amigo, sin nombrarlo, y le fue necesario dar algunos datos de la historia del muchacho. Inmediatamente supe que hablaba de Juan. Y en silencio escuche lo único que hoy sé de él: Juan fue hallado culpable del crimen, fue sentenciado a una pena mínima, salió libre por buena conducta antes de cumplirse el total de la sentencia. Estaba estudiando y trabajando, casado y con un hijo.
Esta invitación a hablar sobre la tensión entre la ética y la clínica en este lugar, justamente, donde aprendí tan pronto había comenzado mi práctica que no hay clínica sin ética, me hace reflexionar no sólo sobre mi posición y la decisión puesta en juego en el informe.
También la del Supervisor, de quien supe muchos años después, era amigo personal de una de las personas implicadas en este caso, y por abstinencia (la que fue sin duda también una decisión ética) jamás la puso en juego.
La intervención del Abogado, comprometido con la Institución y conmigo como miembro de la misma. En un momento, tal como dije al principio, en que nuestra práctica estaba prohibida por un gobierno que ejercía el poder por el terror.
La posición de la Institución, que no escatimó su responsabilidad, siendo el ámbito en el que se desarrollaban actividades “sospechadas” y perseguidas, todas ellas, por este mismo poder dictatorial.
La posición del Juez, que con independencia del poder político de turno, convocó a esta psicóloga a colaborar en el proceso de esclarecimiento del hecho, sin poner jamás en tela de juicio la legalidad de mi práctica.
Hasta aquí estas reflexiones tardías sobre un efecto por venir. No sin subrayar que es por no haber recibido la vuelta del efecto de mi intervención de boca del propio Juan, hoy no puedo agregar más nada sobre este caso.
Una anécdota curiosa. Cuando acepté la invitación del Instituto me comuniqué con quien fue hace 18 años el supervisor de este caso. Quise conversar con él sobre esta experiencia antes de exponerla públicamente. Y fue él, en esta charla que me recuerda que en su autobiografía, Althusser, expuso sobre los perjuicios de la inimputabilidad.
Yo no tenía ese libro. Salgo a buscarlo. Tardé un mes en conseguirlo. Lo buscaba como autobiografía, en librerías, en Internet, no lo encontraba, porque lo estaba buscando como “autobiografía”. Yo ya había decidido el título de este trabajo y se lo había pasado a la responsable del programa, cuando al fin doy con el libro. Y, sepan mi sorpresa: ¿Cómo se llama el libro? “L’ avenir dure longtemps”, que fue traducido en la edición española “El porvenir es largo”. ¿No estoy en derecho de pensar que esta es una respuesta que me vuelve?
Para cerrar estas reflexiones sobre las calamidades del “no ha lugar” o la inimputabilidad, traigo este texto como valioso testimonio de alguien que fuera “beneficiado” por este recurso.
Quiero compartir con Uds. y leerles un fragmento de este texto de Louis Althusser, del cual él mismo dice: “No es un diario, ni memorias, ni autobiografía… sólo he querido expresar el impacto de los efectos emotivos que han marcado mi existencia…”
Recordarán Uds. que Althusser dio muerte por estrangulación a su esposa Hélène, en noviembre de 1980 (cinco meses después del crimen cometido por Juan). En el primer capítulo, un relato escueto, preciso, de apenas tres páginas que no transcribiré me sacude por el parecido escalofriante con la confesión de Juan sobre el crimen. La similitud es tal, que si no hubiera ocurrido el de Juan con anticipación podría sospechar que se inspiró en el mismo.
En el segundo capítulo dice y copio:
“…Privado de toda elección, en realidad me encontraba metido en un procedimiento oficial que no podía eludir, al que sólo podía someterme. Tal procedimiento posee evidentes ventajas: protege al acusado a quien se juzga como no responsable de sus actos. Pero esconde también temibles inconvenientes, que son menos conocidos.
…En efecto, el Código Penal opone el estado de no responsabilidad de un criminal que ha perpetrado su acto en estado de “demencia” o “bajo apremio” al estado de responsabilidad puro y simple reconocido a todo hombre considerado “normal”.
El estado de responsabilidad abre la vía del procedimiento clásico: comparencia ante un tribunal, deliberación pública en la que se enfrentan las intervenciones del Ministerio Público, que habla en nombre de los intereses de la sociedad, con testigos, abogados de la defensa y de la parte civil que se expresan públicamente; y con el acusado, que presenta él mismo su interpretación personal de los hechos. Todo este procedimiento marcado por la publicidad, se cierra con la deliberación secreta de los jurados que se pronuncian públicamente sea a favor de la absolución sea por una pena de encarcelamiento, mediante la cual el criminal reconocido como tal es castigado con una pena de prisión concreta, con la que se supone que “paga” su deuda a la sociedad y, en consecuencia, “se lava” de su crimen. …
Si el homicida es absuelto después de su proceso público, puede volver a casa con la cabeza alta.
El estado de no responsabilidad jurídico-legal, por el contrario, interrumpe el procedimiento de comparencia pública. Destina al homicida, previa y directamente, a un confinamiento en un hospital psiquiátrico.
…Si se le condena al encarcelamiento o al confinamiento psiquiátrico, el criminal o el homicida desaparecen de la vida social: durante un tiempo definido por la ley en el caso de encarcelamiento (que las reducciones de condena pueden acortar); por un tiempo indefinido en el caso del confinamiento psiquiátrico, con una circunstancia agravante: se le considera privado de su sano juicio, en consecuencia, de su libertad de decidir, por lo que el homicida internado puede perder la personalidad jurídica…
… La hospitalización comporta daños, tanto sobre el paciente, que a menudo pasa a ser crónico, como para el médico, obligado a vivir también él en un mundo cerrado en el que se lo considera obligado a “saber” todo sobre el paciente…
…En la inmensa mayoría de los casos, el culpable reconocido, que comparece ante un tribunal, sale condenado a una pena generalmente limitada en el tiempo, dos años, cinco, veinte años…Se considera que durante el tiempo de su encarcelamiento “paga su deuda con la sociedad”. Una vez pagada esa deuda, puede volver normalmente y con todas sus consecuencias a la vida, sin tener, en principio, que rendir cuentas a nadie. Digo “en principio” puesto que la realidad no es tan sencilla, no se alinea inmediatamente con el derecho…
…Pero, al fin y al cabo, la ideología de la “deuda” y de la “deuda saldada” a la sociedad, juega a pesar de todo a favor del condenado que ha purgado su pena y, hasta cierto punto, incluso protege al criminal liberado; y, por añadidura, la ley le concede recursos contra toda imputación contraria a la “cosa juzgada”: el criminal en regla con la sociedad o el amnistiado pueden iniciar procesos por difamación cuando alguien saca a colación contra ellos un pasado infamante. Tenemos mil ejemplos. La pena “extingue” pues el crimen. Y, con la ayuda del tiempo, el aislamiento y el silencio. El antiguo criminal puede rehacer su vida.
No pasa lo mismo en el caso del “loco” homicida. Cuando lo internan, es evidentemente sin límite de tiempo previsible, incluso si se sabe, o se debería saber, que en principio todo estado agudo es transitorio.
Durante todo el tiempo en que está internado, el enfermo mental, salvo si consigue matarse, evidentemente continúa viviendo, pero en el aislamiento y el silencio del asilo. Bajo su losa sepulcral está como muerto para quienes no le visitan… Y como no está verdaderamente muerto, como no ha anunciado, si es persona conocida, su muerte (la muerte de los desconocidos no cuenta), lentamente se transforma en una especie de “muerto viviente”, o más bien, ni muerto ni vivo, sin poder dar señales de vida, salvo a sus allegados o a los que se preocupan por él. (Caso rarísimo: cuántos internos no reciben, prácticamente nunca, visitas).
Como no puede, por añadidura, expresarse públicamente, el interno figura de hecho, me arriesgo al término, en la sección de los siniestros balances de todas las guerras y de todas las catástrofes del mundo: en el balance de los desaparecidos.
Si hablo de esta extraña condición es porque la he vivido y, hasta cierto punto, la vivo aún hoy. Incluso después de liberado, al cabo de dos años de confinamiento psiquiátrico, soy, para una opinión que conoce mi nombre, un desaparecido. Ni muerto ni vivo, no sepultado aún pero “sin obra”, según esa magnífica expresión de Foucault para designar la locura.
Ahora bien, a diferencia de un muerto, cuya defunción pone un punto final a la vida del individuo que sepultamos bajo la tierra de una tumba, un desaparecido hace correr a la opinión el riesgo singular de poder (como ahora es mi caso) reaparecer a plena luz de la vida… Este estatuto singular de desaparecido que puede reaparecer determina una especie de malestar y de mala conciencia en lo que a él respecta.
…En la conciencia sorda y ciega, porque está cegada por toda una ideología espontánea (aunque también cultivada) del crimen, de la muerte, de la “deuda perpetua”, del “loco” peligroso e imprevisible, he aquí que el proceso que nunca tuvo lugar está a punto de reanudarse, o mejor, de empezar al fin, en la plaza pública, sin que, no más que antes, el homicida loco tenga el más mínimo derecho de explicarse.
En definitiva hay que llegar a este punto extrañamente paradójico. El hombre al que se acusa de un crimen y que no se beneficia de un no ha lugar, con toda seguridad ha tenido que pasar la dura prueba de la comparencia pública ante un tribunal. Pero, por lo menos, todo se convierte en materia de acusación, de defensa y de explicaciones personales públicas. En este procedimiento “contradictorio”, el homicida acusado tiene por lo menos la posibilidad reconocida por la ley, de poder contar con testigos públicos, con alegatos públicos de sus defensores, y con los considerandos públicos de la acusación, y, por encima de todo, tiene el derecho y el privilegio sin precio de expresarse y explicarse públicamente en su nombre y en persona, sobre su vida, su crimen y su porvenir. Que sea condenado o absuelto, por lo menos ha podido explicarse él mismo públicamente, y la prensa está obligada, por lo menos en conciencia, a reproducir públicamente sus explicaciones y el resultado del proceso que pone punto final legal y públicamente al asunto.
Si se considera injustamente condenado, el homicida puede proclamar su inocencia, y sabemos que el clamor público ha acabado (y en casos muy importantes) por abrir de nuevo el proceso y llegar a la absolución del acusado.
…Por todos estos derroteros, él no se encuentra ni solo, ni sin recursos públicos
…Ahora bien, lamento decirlo, éste no es el caso de un homicida beneficiario de un no ha lugar. Dos circunstancias, inscriptas con extremo rigor en el hecho y el derecho del procedimiento, le prohiben todo derecho a una explicación pública: el internamiento y la anulación subsiguiente de su personalidad jurídica, por una parte, y el secreto médico por la otra.
…Esta es la razón por la que, puesto que hasta el momento cualquiera ha podido hablar en mi lugar, ya que el procedimiento jurídico me ha prohibido toda explicación pública, he decidido explicarme públicamente. En principio, lo hago para mis amigos y, si es posible, para mí: para levantar esta pesada losa sepulcral que reposa sobre mí.
Sí, para liberarme de la condición en que la gravedad extrema de mi estado me había situado, liberarme de mi crimen, y en especial, de lo efectos equívocos del mandamiento de no ha lugar del que me he beneficiado, sin poder ni de hecho ni de derecho oponerme a su procedimiento…. No pretendo nada más que levantar la losa sepulcral bajo la que el procedimiento de no ha lugar me enterró a perpetuidad para dar a todo el mundo las informaciones de que dispongo. Y he decidido con toda lucidez y responsabilidad tomar por fin a mi vez la palabra para explicarme públicamente.
…Creo que me encuentro en disposición no sólo de explicarme con cierta claridad sobre mí mismo, sino también de llevar a los otros a reflexionar sobre una experiencia concreta en la que la “confesión” crítica no tiene ningún precedente. Una experiencia vivida en las formas más agudas y más atroces, que me supera, en verdad, porque pone en tela de juicio y en juego gran número de cuestiones jurídicas, penales, médicas, analíticas, institucionales y, en definitiva, ideológicas y sociales, es decir aparatos que interesarán quizás a algunos de nuestros contemporáneos, y que pueden ayudarles a ver un poco más claro en los grandes debates recientes sobre el derecho penal, el psicoanálisis, la psiquiatría, el encierro psiquiátrico y sus relaciones incluso en la conciencia de los médicos, que no escapan a las condiciones y a los efectos de las instituciones sociales de todo orden.”*
Si la elaboración del informe a la justicia, que en esta ocasión homologo en sus efectos a una interpretación psicoanalítica, fue considerado por el Juez, y como consecuencia contribuyó a evitarle a Juan “la losa sepulcral del silencio”; entonces sí, fue un acto que en el marco de la experiencia analítica puso en juego la ética, y aseguró que hubiera sujeto para recibir las consecuencias de lo que sin duda fue un pasaje al acto.
Ética del psicoanálisis que está siempre reñida, en exclusión mutua, con la intención de hacer el Bien, con la certeza que sostiene el que cree saber qué es lo mejor para tal o cual, en definitiva, la moral. En tal sentido el texto de Althusser es un alegato a todos aquéllos que creyendo saber cuál era para él su Bien, el “beneficio” del no ha lugar, no tuvieron en cuenta al sujeto, y lo “desaparecieron”.
Dice Freud, en 1912: “… los hombres enferman con igual frecuencia cuando se apartan de un ideal como cuando se esfuerzan en alcanzarlo”.
* ALTHUSSER, Louis: El porvenir es largo – Ed. Destino –Colección Ancora y Delfin – Año 1993