Mañana la dejo. Todavía no sé cómo haré sin ella. Cómo será cada noche luego de la cena, ese vacío hermético, el silencio eterno, un hueco en el pecho que conozco muy bien. Otra vez estrenando soledad.
No sospecha cuánto veo cuando la miro. Su vitalidad, su destreza y precisión en cada movimiento, su andar ligero y seguro; es liviana. Cada noche, luego de la cena, me dedico a mirarla. Llega a casa un par de horas después que yo. Por ejemplo, hoy, lunes, en este mismo momento, va y viene por las habitaciones, haciendo cosas a su paso: levanta algo del suelo; toma un libro de la mesa y lo guarda en un estante; se vuelve hacia la biblioteca y enciende el equipo de música, baila unos pasos; se dirige a la cocina, se acerca a la heladera y toma un vaso de agua. Apaga la luz, retrocede hasta el living, prende la computadora y, en los segundos que tarda en iniciarse el sistema, hace una llamada breve, consulta los mensajes grabados. Digita algo en el teclado y se va, deja la máquina encendida. Hojea el diario, anota en un papel. Saca una agenda de la cartera. Garabatea algo que, por supuesto, no puedo leer.
Se acerca a las plantas, las husmea, las toca; vuelve a la cocina y reaparece con una jarra, las riega. Da cuerda a un reloj de pared antiguo, como el de mis abuelos.
Pasa al dormitorio, se desata el pañuelo que lleva al cuello, se sienta en el borde de la cama y se quita los zapatos y las medias. Le siguen la camisa y la pollera. Desaparece por unos minutos y reaparece desnuda.
Su palidez, que adivino, deslumbra. Las piernas bien torneadas; ni un gramo de más ni uno de menos. Pechos todavía turgentes, caderas anchas. Buena talla, ni baja ni alta.
Pelo oscuro, casi negro, muy largo. Aun mojado luce bello. Mojado, luce más bello.
Anda como al descuido, ignorando miradas. Incluso la mía.
Se pone un camisón blanco y desaparece fugaz para reaparecer al instante sentada a la computadora. Sé que se detendrá un rato allí; habla, ríe, frunce el ceño, se comunica vaya a saber con cuántos y quiénes.
Me levanto de mi sillón, me preparo un trago, la espero y pienso: “Mañana la dejo”.
Cómo habrá sido su día. Cuáles serán sus desvelos, cuáles sus preocupaciones. ¿A quiénes amará?
¿Por qué este torbellino nocturno no luce desprolijo? ¿Por qué sabe, siendo tan linda, ser tan exacta? ¿Por qué acumula misterio y condensa tantas cosas que yo no sé?
Una vez más no puedo evitarlo e inicio, como cada noche con aires de fracaso, el mismo recorrido sinuoso, agridulce y cobarde.
La imagino en la cama y con un hombre. La supongo ardiente pero pasiva, perdiendo el dominio de sí, cediendo y dejándose llevar. Desaparece la seguridad que destila, abandona la altivez y resurge frágil y suave; emite quejidos tenues y a veces balbucea palabras ininteligibles. Abraza para no perderse; pide más y, cuando pide más, pide que la lleven con lentitud a algún confín, al paraíso que anhela tanto como esquiva. Agota la espera y, al fin, llora. Nunca cierra los ojos, ni durante, ni después. Acaricia nostálgica esa espalda, vértebra por vértebra, y reprime un lamento por la brevedad del instante mientras los dos corazones todavía laten como uno.
“Hoy la dejo”, pienso. Miro la ciudad que amanece lluviosa y fría por la ventana de la cocina, apuro un café de pie y escucho las primeras noticias.
Son las siete y cincuenta, puntual está en el palier llamando el ascensor. Salgo, simulo una naturalidad que se desmiente con un tropiezo; cierro la puerta de mi departamento.
La saludo como cada mañana, como si no fuera esa la última:
—Hola, buen día.
—Buen día, es un decir. Mirá como llueve.
Se abre la puerta del ascensor e ingresamos, ella primero. Yo oprimo la tecla PB.
—Gracias —dice y me mira.
Creo que es la primera vez, me parece que se ruboriza; no había notado antes ese rasgo de timidez. Y me dice:
—Disculpame, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro.
—Curiosidad femenina. ¿Dónde compraste esa falda? Me encanta.