“Las palabras es todo lo que tenemos”.
Samuel Beckett
Entro al bar, elijo y me siento.
En una mesa doble conversan un hombre y una muchacha sentados uno al lado del otro, dándome la cara. Detrás, también de frente y en un segundo plano, una mujer fea almuerza. Un tanto hacia mi derecha y cerca, están ellos. Más lejos y en el centro, la mujer sola.
Pido un café.
Recorro mi agenda para encontrar un renglón libre. Fabrico un tiempo para la clase de consulta que tengo que prometer en un rato a mis alumnos de la Facultad. Soy puntual: ni tarde ni antes, por eso soy un bebedor de cafés breves y un observador de mujeres solas.
Levanto la vista. Un espectáculo convierte a mi mesa en platea y a mí en público incauto. Él detiene los susurros al oído de la muchacha y, apasionado, comienza a besarla.
Siento pudor. Inquieto trato de concentrarme en los renglones de la semana, no resuelvo nada. Veo a la mujer fea suspender el tenedor camino a la boca y mirarlos absorta sin que la vean. Está a sus espaldas.
La vergüenza también depende del punto de vista, pienso.
Está tan atenta a ellos que a mí no me ve. Puedo, entonces, mirarla a mis anchas. Se quita los lentes que usaba para leer un libro mientras comía. Diría que la escena la cautiva, mira decidida. Se sonríe, se transforma. Embellece.
Cambio el foco y vuelvo a tener ante mí, a escasos tres metros, la imagen de los dos. No sé cómo hacen para continuar besándose impasibles. Él se acomoda en la silla, con una mano le toma la cabeza y se la inclina para besarla mejor, con la otra le acaricia la garganta, luego el pecho y sigue. Ella tiene sus manos bajo la mesa.
Ya no me ruborizo.
No existo para ellos, pero sí me perturba la mujer que los mira desde atrás, no me ve y sigue embelleciendo. Para disimular ante nadie, retorno a la página abierta en mi agenda y bebo el primer sorbo tibio.
Estoy solo, nadie me ve. No leo ni escribo, recuerdo.
Diluviaba, era París y no era jueves. Entré a la exposición de fotos, soplaba fuerte el viento y hacía frío. Recorrí la muestra sin detenerme, solo quería amparo para mis huesos húmeros. Blancos el piso, las paredes y el techo; luz, mucha luz. Al fondo, una joven mojada como yo goteaba inmóvil ante una fotografía que plagiaba El beso de Doisneau. Cuando estuve a su lado murmuró algo, más o menos así:
− Es extraordinario que medio mundo no sepa que la otra mitad lo observa sin ser vista. No todo es paranoia, ¿no?
− Deberíamos celebrarlo −propuse.
Dijo que se llamaba Clara. De los vinos en el bar a mi buhardilla de estudiante, no sé qué pasó. Hoy recuerdo que ella hablaba y yo la besaba, ella hablaba y hablaba. Historias en las que miraba sin ser vista, en tanto, era yo en los entrebesos quien miraba sin ser visto y en silencio. Se dejó hacer, no parecía importarle. Cuando la acompañé a la puerta me pidió dinero.
− No sabía… −balbuceé como ofreciendo disculpas.
− Yo tampoco. Las palabras es lo único que tenemos, dijo Chejov. Creo.
Tengo que irme, levanto mi mano para llamar al mozo.
Encuentro el escenario que abandoné para buscar abrigo en mi memoria. Ahora sí la mujer del frente me mira, y con un leve gesto de su mano señala un par de bastones blancos plegados en una silla junto a nuestros admirados amantes. Yo no los había notado.
Regreso a ellos, sorprendido. La ciega saca de su falda y apoya en la mesa unas hojas en braille que estarían leyendo, también, todo el tiempo.
Sonrío a la mujer y celebro otra vez: no todo es paranoia, como dijo Clara.
SOBRE LA AUTORA
Elisa Bellmann (Paraná, 1956) se graduó como psicóloga en la Universidad Nacional de Rosario.
Realizó cursos de posgrado y doctorado en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Hace más de diez años cobró un lugar preponderante entre sus actividades la escritura de ficción. su novela Asfixia (Homo Sapiens) fue finalista del Premio Clarín Alfaguara en 2009.