NOA
(Epifanía en Jerusalén)
Ambos necesitaban una ducha para despertar los sentidos que la ginebra anestesiara, y apoderarse de lo que se venía a torrentes desde que diez minutos antes cerraran, tras de sí, la puerta de ingreso a la casa de Noa.
Mientras el agua corría, el vapor empañó el espejo que iba de pared a pared sobre la mesada del lavatorio. La luz de una vela, titilante y cálida, le imprimía un movimiento tenue a la nube interior. Ella cepillaba meticulosa sus dientes, como Dios la trajo al mundo. La ropa esparcida a los pies le evitaba el frío de las baldosas. Él entró desnudo. La abrazó por detrás y comprobaron que hacían falta unos quince centímetros para estar a la altura justa. Noa dio un paso hacia atrás, se dobló por la bisagra de la cadera en un perfecto ángulo recto, apoyó los antebrazos en el mármol blanco, escupió el buche de su boca y sorbió un largo trago de agua fresca.
Él se afirmó en una nalga de ella con la mano derecha, y con la otra acarició la columna horizontal, recorrió vértebra por vértebra hasta llegar al nacimiento de los cabellos, exploró con el índice y el mayor, volvió a envolver las cervicales hasta calzar la palma izquierda en la nuca. Ella obedeció al impulso y levantó los talones, se plantó en las puntas a los exactos quince centímetros que él necesitaba para deslizarse dentro de la gruta fluida. Pero él permaneció inmóvil, anidando. “Todavía no”, dijo.
Noa extendió la mano, pinceló el espejo en tres o cuatro vaivenes y descubrió la imagen. Arriba y al fondo la cara de él, en penumbras, le brillaban los ojos negros enmarcados por la barba oscura. Adelante y abajo el rostro de ella apenas iluminado. Las miradas se cruzaron en una diagonal hecha de silencio y luz bondadosa. Bellos. Un cuadro que surgía de la profundidad del porvenir, o de antes, o de siempre. Enmudecieron como se enmudece cuando el éxtasis copa el universo. Una alucinación perfecta que parió futuro.
Caricias sincrónicas y lenguas curiosas, luego, bajo la lluvia. Un beso largo de ella en el tatuaje democrático. Una erección categórica, la de él. Una docilidad gozosa, la de ella. Un tango entre las toallas.
Alfombra persa, paredes enteladas, dosel de bambú y gasas blancas, cama baja, sábanas de algodón egipcio, almohadones de satén. Más velas, más sahumerios. Más de mucho. Sobretodo del lenguaje que no se habla, que se pacta en la sintonía de las percepciones y en estado de pura conciencia del otro, de su imprescindibilidad. Absoluta certeza de que nada sería lo mismo sin el prójimo. Comunión concreta, abolición de la soledad. Concibieron. En ese océano de confianza recíproca, concibieron.
Un mes después, Noa no se sorprendió por el resultado del análisis de orina. Lo sentía en la tensión de sus pechos, en la modorra persistente, y en un sueño reiterado. Argentina.
Habló con los propietarios de la agencia de turismo y se comprometió a trabajar para ellos cuatro meses más. Reservó pasaje aéreo ni bien encontró una buena oferta. Avisó a los locadores del apartamento por el fin del contrato. Cruzó mails con los parientes de Buenos Aires.
Y citó a su padre a cenar en un petit restaurant francés de moda en Jerusalén. La consigna fue no hablar hebreo ni francés, sino argentino. Era el idioma en el que hablaban los temas importantes.
Tal como esperaba no recibió ninguna crítica. Brindaron por la vida nueva y coincidieron que se merecía una tierra en paz, un país amable, un futuro distinto, ni mejor ni peor, distinto. Noa no se opuso a la propuesta de compañía para el viaje a Argentina. Le gustaba el modo justo de estar que el padre tenía cuando ella lo necesitaba. Cuando preguntó si además intentaría hallar al progenitor, ella detuvo el bocado a medio camino, hizo un silencio, pensó antes de responder como si nunca se le hubiera ocurrido antes. Fijó sus ojos y le sonrió con la mirada.
—No. No hace falta. El azar se va a encargar. Ahora, lo único que me importa es construirle un futuro a este hijo.
—¿Algún presentimiento? Hablás en masculino —dice el padre.
—Sí, lo pienso varón. Soñé con él la semana pasada. A orillas del mar, una playa casi desierta, un faro se veía a lo lejos. Él era un niño de unos tres años, se alejaba corriendo y yo lo llamaba. ¡Omar! ¡Omar!, como el califa.
—¡Oh, mar! —Se ríe el padre. —Siempre te gustó correr en la orilla, te escapabas chapoteando, lejos. Hay fotos con tu hermano, chiquitos los dos, en un atardecer —se le corta la voz, se enrojecen los ojos.
—No te pongas melancólico, papá.
—Es que no me resigno. No me perdono, en realidad. Hubiéramos debido mudarnos a París. Me faltó coraje, decisión. Tal vez tu madre no hubiera…
—Yo no quiero pensar en cómo hubiera sido nuestra historia —lo interrumpe. —Quiero poner cara al frente. Pero ahora te comprendo, papá. Yo tampoco me perdonaría sacrificar un hijo en la guerra.
—Te voy a ayudar, querida.
—Lo sé. Omar en la Biblia es nombre y verbo. Quiere decir “elocuente, el que habla”.
—Pero el nombre que se usa acá es Omer, y está de moda estos años —dice el padre. —Además es indistinto, para mujer o varón.
—Omer, suena gutural… Jamás lo pronunciarán bien en español —dice Noa. —En Argentina, ¿qué significa Omar?
—No sé. En Argentina yo creo que no se piensa en qué significan los nombres, habría que preguntarle a tu abuela.
—Con las letras de Omar se escribe amor, ¿no? —continúa Noa. —Si es nena estaré en problemas, tendré que buscar nombres españoles de mujer.
—Mora, lleva las mismas letras —dice el padre.
—¿Mora? ¿Es un nombre?
—Sí. No es común, pero es un nombre de mujer, alude a la tez oscura. Se llamaba moros a los habitantes del Magreb, y a los musulmanes en el sur de España —agrega el padre. —Te acordarás de “Otelo, il moro di Venezia”, de Shakespeare…
—Mora. Mora. Suena agridulce.
—Fijate que si repetís Mora, Mora, Mora… se convierte en amor, amor, amor.
Se rieron. Volvieron a levantar las copas y a brindar. Esta vez, por la futura bisabuela argentina.